#COLUMNA Crónicas de Facundo: La nación por construir #14Sep

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Celebro que Edgar Cherubini Lecuna, citando a Renan, preocupado por Venezuela e intuyendo que otro tiempo menos ominoso y por hacerse se les abre a nuestras generaciones de relevo, haya recreado y actualizado una idea seminal que se nos extravió, la de nación: “un principio espiritual, una comunidad destino”. Nos recuerda que el término proviene del latín nascere, nacer y, ante ello valen las preguntas: ¿Nacer otra vez? ¿O es que aún no hemos nacido? ¿El tiempo gastado por el quehacer republicano bicentenario, nos encontró o tuvo por ausentes? 

La cuestión es esencial. He repetido, en afirmación que comparto con el eminente José Rodríguez Iturbe que, sin nación no habrá república, salvo su ficción o virtualidad. Lo dice este en su pedagógico texto Venezuela, la persecución de la sombra (2024): “Reconstruir la nación para reconstruir la república”. Más en mi caso lo asumo como desiderata ante la Academia de Mérida (La conciencia de nación: Reconstrucción de las raíces venezolanas, 2022): No hay república sin nación, “que es el gobierno de los pueblos levantado en sus grandes experiencias sobre sí mismos”, dice La Martine.

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De modo pionero, la Conferencia Episcopal, antes de que su voz se apagase bajo el clima de opresión criminal dominante, habla de “refundar la nación”, en 2021. Pide “mantener viva la herencia que nos dejaron los padres de la Patria [todos y no uno] y, así entonces, dar el paso necesario e impostergable de [ver renacer] a Venezuela, con los criterios de la ciudadanía e iluminados por los principios del Evangelio”.

Su propuesta, más allá de lo propio, pues lo propio tampoco sobrevivirá de espaldas al Nuevo Tiempo o el orden nuevo en cierne, hemos de entenderla en su corriente contexto, a saber, a la luz del orden que se cuece en las hornillas de Occidente y en fuerte tensión entre las naciones de mayor arraigo y poder desde hace tres décadas, a partir de 1989. 

Pero sin lo propio, sin que reconstruyamos nuestra idea genuina de nación, el tsunami de la inevitable globalización dominante de la técnica y en pugna contra toda idea de racionalidad iluminada nos arropará a los venezolanos. Nos dejará sin identidad propia, en el último vagón y presas de un ecosistema empeñado en la dictadura del relativismo

Digo, pues, que aquélla, la idea de la nación y su obligante reconstrucción se la entiende mejor ahora y en su urgencia. Acaso la inspiró como necesidad en nuestros Obispos el Papa Francisco, pues como Cardenal trasladó a sus compatriotas argentinos la misma idea, desde su opúsculo La nación por construir (2005). Les exigía mirarse en 1810, para proseguir en el camino del siglo corriente. 

En nuestro caso, se nos atraviesa la nación que maceramos a cada instante sin acabarla, de talante propio ciertamente, que recibió las enseñanzas judeocristianas y grecolatinas sometiéndolas a los cánones del mestizaje dentro de las localidades del llamado Mundo Nuevo, y que se nos desdibujó secularmente a los venezolanos.

Al efecto, tomo en préstamo lo afirmado por Rodríguez Iturbe en su proemio a otro libro nuestro, El quiebre epocal y la conciencia de nación (2023): “La reconstrucción de la conciencia de nación resulta, en este enmarañado presente, para quienes hemos padecido la deconstrucción de la antipatria, un reto moral y político que convoca, desde ya, a una larga tarea en el tiempo. No es tarea fácil. Pero es una tarea hermosa y, sobre todo, impostergable”, señala. 

Mi condiscípulo Edgar, al urgir sobre este debate, atendiendo a las enseñanzas de Ortega y Gasset sobre imaginar al bosque sin detenernos ante el árbol patente, pone su énfasis sobre una máxima de la experiencia: “Venezuela, un gigantesco territorio pletórico de recursos y de gente buena, se ha quedado rezagada de la economía global, de las nuevas tendencias del desarrollo, de la sociedad del conocimiento, de las innovaciones y en general de la creatividad necesaria para enfrentar los retos que representan los nuevos paradigmas de la civilización, ya que una casta de inútiles en alianza con militares y el crimen organizado han tomado por la fuerza a la nación y la han retrocedido a un estadio anterior al subdesarrollo”.

Después nos alerta, poner pie sobre la tierra, antes de que el momentum se diluya. “La gesta popular y soberana del 28 de julio de 2024 significó la puesta en marcha de la reconstrucción democrática de Venezuela. Sin embargo, hay que terminar de definir ese gesto masivo… un nuevo posicionamiento como nación, de un concepto que unifique de una vez por todas al pueblo en defensa de la democracia y la búsqueda de un destino común de nación”, precisa. 

Así, sirven dos ideas para el armado de una tarea prioritaria y su diálogo, sin que por ello deban retrasarse las urgencias de la política o de lo ciudadano: (1) La de una gesta que fijó un mandato para la reconstrucción, cuyo significado del significante es su monumental rechazo a la inercia de una maldad absoluta que todos hemos de conjurar; (2) la de definir ese gesto, como para que no se quede en gesto o se le traicione en la hora nona por venir. 

No se trata, por ende, de organizar al Estado y su república, hoy secuestrados, sin perjuicio de la singladura que nos deja Cherubini y pide en préstamo a Benedict Anderson: “Una nación es una comunidad política imaginada”. Se trata, sí, de hacerlo real y viable, léase gobernable por contar con gobernabilidad, por soportado sobre una columna ética, cultural y estimativa.

Los mexicanos asumieron a su nación como problema vertebral una vez como cerraron el largo siglo de la dictadura priista, a saber, la del cambio político hacia un ordenamiento democrático consecuencia de una modificación cultural sobrevenida, que hizo posible dicho parteaguas. Mas dejó al paso otros interrogantes por resolver: ¿Podrá sostenerse ese cambio con los mismos arquetipos nacionales – aquellos a los que se refiere Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad – y en una nación cuyo comportamiento secular le reveló incapaz para la democracia?

César Cancino, autor de El excepcionalismo mexicano: Entre el estoicismo y la esperanza (2012), apuesta por la posibilidad de revertir la cultura “impuesta” reinterpretando el sentido del estoicismo y para estabilizar el cambio protagonizado por la misma nación (la regresión con la Sheinbaum, enemiga de los guadalupanos, que es la grande mayoría, es un verdadero sino). Sostiene que el estoicismo raizal, el espíritu de resignación, así se le vea como forma introspectiva de salvar a diario la dignidad violentada, “impone límites a la plenitud moral de los individuos en una sociedad nueva que se haga cargo de su pasado sin mutilar o negarlo”.

Polibio de Arcadia, un seudónimo tras el nombre de Ikram Antaki, autor de El pueblo que no quería crecer (1996), pone el acento sobre dos aspectos cruciales, refiriéndose a los mexicanos: “para no ver su derrota, decidió retroceder en la edad para vivir en la infancia que precedió a la derrota” y así “quedó instalado en la espontaneidad del instante”. 

“Cuando los mexicanos tienen una oportunidad de rebajar y humillar a alguien, lo hacen con una crueldad inaudita, como si quisiese cobrar de una sola vez todas las humillaciones sufridas en el pasado”, afirma Polibio. Y ajusta Cancino que, de nada serviría tener un edificio normativo – una constitución, como la actual venezolana u otra distinta por hacerse – si somos incapaces de reconocer entre lo justo y lo injusto, viviendo en el relativismo y como huérfanos de espíritu crítico; sin hacernos cargo, con madurez, de nuestra realidad, buena o mala, y trasladando infantilmente hacia los otros las culpas de nuestro devenir.

El ser propio y por volver a hacerse

Hemos de tener muy presente lo que fue la mayor e igual angustia de los padres de Puntofijo en Venezuela. Rómulo Betancourt la sintetiza, palabras más, palabras menos, así: Me afané en sostener la relación con Jóvito Villalba y Rafael Caldera, a contrapelo de lo que me pedía mi partido, pues quise acabar con la saña cainita que se nos inoculara a los venezolanos desde la guerra fratricida por la Independencia. Nos hizo generosos, hasta para los odios.

Ernesto Mayz Vallenilla, en su momento, hacia 1955, en la plenitud dictatorial, observaba como determinante de lo nuestro – por infantiles, diría Cancino – la cultura de presente; la de un ser que se hace a diario y todos los días – ¿resiliencia? – y que termina siempre inacabado: ¿es la tragedia de Sísifo, sumada a la del gendarme necesario? Para el eminente filósofo y fallecido rector venezolano ello indicaba que, nuestro ser es un no ser o un ser en permanente hacerse: ser y no ser a la vez. 

Sea lo que fuere, lo constatable es que los venezolanos, aquí sí, hemos sufrido un severo daño antropológico. Los de la diáspora, para sobrevivir – no todos – dejamos en casa nuestras taras o mitos – esos que nos sostuvieron en la infancia ciudadana durante 200 años: El mito de El Dorado, el de la renta petrolera como heredad: si no somos ricos alguien nos roba y todo se nos debe; o el del citado padre fuerte, que ha de poner orden castigando a los malos hijos, tanto como hacerse responsable del buen o mal candidato que se nos atraviese en el camino, como en el siglo XIX y la primera mitad del XX. O el mito de Sísifo o adánico, a saber, reducir la experiencia a lo inmediato y sin memoria, sin las pesadas losas del ayer ni las hipotecas de la incertidumbre. Los adentro, los que se quedaron, nuestros afectos, que asimismo padecen de un destierro doméstico ¿sostienen o se han desligado de tales ataduras? ¿Lograron volverse racionales y autocríticos? 

Reconstruir y reconstituirnos habrá de ser una empresa de todos, de conciencia y de saber qué somos y aspiramos a ser; para luego darnos lo que nos ha faltado a lo largo de nuestro decurso patrio, y al término alguna constitución que se mire en lo mejor de nosotros. Los hacedores de la república, unos de buena fe, otros con talante maligno, nos dieron por guía estatutos paternales y centralistas, para el cuidado de un pueblo fisiológicamente víctima y victimizado.

“Una nación no es un hecho en sí… sino la permanente construcción de un ideal”, apunta Edgar Cherubini Lecuna, advirtiendo con Steiner que “no nos quedan más comienzos”. Estamos en pleno siglo XXI, arrastrados por su velocidad de vértigo. En nuestro génesis se decía y lo decía Manuel Sanz, tener patria es saber ser libres como debemos serlo; no obstante que, José Gil Fortoul al hablarnos del “sentimiento nacionalista” apunta al Estado fuerte. Augusto Mijares le replica, con “lo afirmativo venezolano” (1963). Conciencia de nosotros mismos para poder construir “algo digno y durable”, esgrime antes Mario Briceño Iragorry (1952) y Rafael Caldera (1975) apunta a “la voluntad de nación”, como emanación espontánea de nuestro pueblo.

“Para cambiar algo debes construir un nuevo modelo que haga obsoleto al modelo actual”, sugiere Cherubini en línea con Fuller. Prefiero, a la manera Jano y para mirar hacia el porvenir localizar antes la huella que se nos extravió, que va en línea con lo sentido por Luis Ugalde

“El caserío vasco, que no es una simple construcción de piedra sin corazón y sin fuego de hogar. Ahí están mis raíces vividas desde niño en los años duros de la fratricida e incivil guerra y posguerra española… En ese caserío de corazón y de fuego aprendí a no rendirme ante las dificultades, sino vencerlas con trabajo y tenacidad… Por eso, en esta rendición de cuentas hoy, confieso que todo lo debo a mis raíces plantadas en el caserío de Mou Torre de familia extendida, de 8 hermanos, padres y abuelos, y varios tíos…; raíces y tronco luego plantados por Ignacio y Javier con la savia de Jesús que nos ilumina y enseña sembrarnos como granos de trigo en tierra venezolana y renacer sin fronteras para en todo amar y servir”.   

Asdrúbal Aguiar

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