La democracia y la libertad representan y expresan relaciones humanas y ciudadanas ancladas en una sinergia de tiempo y de lugar. La existencia moderna de los Estados y sus constituciones políticas – siempre centristas, armonizadoras de los extremos y las polaridades sociales – son la constatación cabal de dicha experiencia secular. Mas habiendo emergido el «quiebre epocal» tras las grandes revoluciones posmodernas del conocimiento, hoy predominan la virtualidad o el imaginario, la instantaneidad o la abrogación del valor del tiempo. Son, como parece, los soportes nuevos de una gobernabilidad y gobernanza globales que pretenden afirmarse, en una lucha entre potencias reales – USA y China – en la que no caben los aspirantes juniores.
Entre 1989 y 2019, pasadas casi dos generaciones, sin orden en medio del desorden y la incertidumbre dominantes, la idea de lo global o de la globalización ha emergido con carácter totalizante abrogando todas las formas de equilibrio cultural y político. En esa interacción – acaso en procura de los equilibrios inherentes a la misma naturaleza objetiva y a la de lo humano – pretender sostener la oposición globalización vs. Estados soberanos modernos es irreal y se demuestra ineficaz. Ambas realidades, en efecto, responden a lógicas distintas y de allí el agotamiento de los sistemas políticos y constitucionales que nos legara a Occidente la misma modernidad y cuyas bases ético-políticas se renovaron tras el Holocausto del siglo XX antes de verse agotadas. De allí que el respeto a la dignidad de la persona humana y a las reglas de la misma democracia, se estén viendo postergados.
En los años ’90, proponiendo las izquierdas reconstruir los anclajes de la ciudadanía de suyo declinante y a partir de una reconstrucción de raíces sobre el suelo de los próceres de nuestras Independencias, fracasado el intento, al término han ocupado el vacío formas de dispersión identitarias: sexuales, raciales e indígenas, urbanas. Han sido más consistentes, a la manera de servidumbres con el modelo tecnológico emergente y dominante en los planos de lo cultural y lo político. Aquellas, atomizadas y sin poder, apenas encuentran su unidad tecno social y precaria en los algoritmos de las grandes plataformas.
La dispersión social y de identidades al detal, paradójicamente, ha sido y sigue siendo la fuente de la que se alimentan los traficantes de ilusiones y los piratas de la política a fin de invadir y para sujetar a Estados y gobiernos vueltos cascarones; con lo que, el fenómeno de la globalización, insostenible sin un necesario equilibrio – la Escolástica medieval predica la relación entre los universales y particulares – está encallando.
Rusia y China – con el concurso iraní – se han apresurado al sostener que, sin más, son las llamadas a gobernar la globalización del mundo desde el Pacífico, sin Occidente. La estabilidad de sus civilizaciones se los acredita, afirman (Joint Statement of the Russian Federation and the People’s Republic of China on the International Relations Entering a New Era and the Global Sustainable Development, February 4, 2022).
La planteada ruptura de ese Eje unilateral – China, con sus recursos financieros ha ido sujetando y subyugando al mundo occidental, dejando sólo para el plano retórico el manido argumento de la multipolaridad, que tanto repiten los corifeos del socialismo del siglo XXI – parece avanzar, a trompicones, tras la reelección de Donald Trump, nuevo inquilino de la Casa Blanca. Ella sugiere como tendencia que, el establecimiento del nuevo orden global esperado y ya en retardo, como todo orden internacional, según lo indica la experiencia histórica y jurídica, requiere de “repartidores supremos del poder”. Estos luego lo distribuyen y transfieren a potencias medias confiables y el resto queda en el plano de los recipiendarios. La estabilización de las áreas geopolíticas del planeta es la cuestión de actualidad. No otra.
Empero, atada la globalización y su orden en cierne o in fieri, los “recipiendarios del poder” que reciban de los repartidores supremos – ¿USA y China? – sólo podrán ganarse sus relativas autonomías en los predios y alianzas que estos les fijen. Entretanto, los pueblos y naciones, vaciados de sus formas modernas como Estados han de reafirmar o reconstruir sus raíces propias como naciones, que les permita cruzar sin accidentes ni vaciamientos por sobre las autopistas del siglo XXI, y, sino en canales opuestos, sí en uno que le dé equilibrio a la globalización desde su otro extremo, para que no fracase. Es decir, para que no se vuelva como Leviatán posmoderno contra el hombre, varón y mujer.
¿Acaso serán las raíces de la nación, cuya conciencia y sentido de pertenencia, salvaguarde la dignidad personal de sus miembros, la que evitará que se los trague el reinado del número y sus algoritmos? ¿La radicalización de la idea de la nación – como el asunto de las nacionalidades – y como posible contraparte o reverso de la globalización no fueron, acaso, la primera manifestación del cambio de época tras el derrumbe de la Cortina de Hierro, en la antigua Yugoslavia? ¿Entonces, cómo abordar dicha realidad, la de la nación – también erosionada en la circunstancia – que queda al desnudo en la misma medida en la que han cedido sus vestidos políticos, los de las formas de Estado y de gobierno ahora declinantes? ¿Las diásporas, las migraciones, la artificialidad manifiesta de las fronteras territoriales bajo el peso de la Aldea Global y ahora globalizada – ajena y autónoma a los globalismos de la izquierda – no empañarán la nitidez de lo estrictamente nacional?; o ¿no lo tornarán extremista, al punto de comprometer el estatuto de los seres humanos que es común a todos e inderogable? ¿No es esa la cuestión que temen los gobiernos que les cierran sus puertas a los emigrantes, a los exilados, y a las víctimas de la violencia mundial?
La globalización y la nación y el nacionalismo son conceptos que interactuarán en un mundo interconectado y por venir, donde las fronteras políticas se vuelven menos relevantes. La globalización aumenta la influencia de los procesos económicos, sociales y culturales a nivel mundial, mientras que el nacionalismo se basa en la identidad colectiva de un grupo. La globalización, ya lo sabemos, viene integrando a las economías y tras de estas a sus realidades humanas – hay transferencia de culturas y de conocimientos como acelerado desplazamiento de masas – y sus técnicas parten de premisas estimadas como absolutos: la deslocalización, el vencimiento de las soberanías; en tanto que la nación y el nacionalismo con sus diferencias o énfasis conceptuales distintos – MAGA, v.gr. – apuntan a la identidad de un grupo y a su sentido de pertenencia, salvaguardan los valores y la cultura propios ante los embates de la globalización, si bien, dada la liquidez humana en curso, la multiplicidad de nacionalidades igualmente se muestra como otro signo de importancia para el análisis.
No es la hora de rasgarnos las vestiduras, sino de pensar y aportar a la forja adecuada de esas tendencias profundas que, aceleradamente, toman espacio para la fragua del orden esperado desde 1989, cuando se agotó el socialismo real y también se mostró inservible el Consenso de Washington; ese que redujo el todo a su imaginaria victoria sobre el comunismo, una pieza de museo, y a la liberalización de las economías y la privatización de los Estados. Ni uno ni otro entendieron al «quiebre epocal». Nos llegó como un balde de agua fría pasados 30 años y a raíz del COVID-19, el primer tour de forcé entre la Casa Blanca y el gobierno de Xi Jin Ping. En esas estamos.
Asdrúbal Aguiar