El bus sale el viernes de Maracaibo a las 9 de la mañana y llega a Maicao pasado el mediodía. Si las alcabalas lo permiten, hay tiempo de tomar el bus de la tarde hasta Bogotá para llegar el domingo en la madrugada. De allí, otro hasta Quito llegando el lunes a media mañana. El siguiente —siempre que se pueda dormir en los buses— amanece el martes en Lima; y, en la tarde, otro para llegar a Tacna el miércoles temprano. De allí se pasa en taxis colectivos a Arica, en la frontera norte de Chile.
A mitad del camino de cincuenta kilómetros entre Tacna y Arica se halla el Complejo Fronterizo de Chacalluta, adonde llegan los venezolanos con sus últimas fuerzas al control migratorio, luego de seis días —a veces una semana o más— de buses y carreteras que los dejan exhaustos y, literalmente, en la lona.
A la espera de ser atendidos por los oficiales de inmigración chilenos, una niña de dos años se ha cansado de jugar con su muñeca y no entiende la necesidad de hacer un viaje tan largo, a un país muy distinto al suyo, donde el color verde ha desaparecido en el paisaje. Un desierto se instalará en sus sentidos, hasta llegar a Santiago dentro de dos días. La madre no puede más con el llanto de la niña que demanda alimento, ropa limpia y horas de sueño. La abuela tiene los pies muy hinchados para cargar a su nieta y arrullarla en un corto paseo. La madre debe convencer al funcionario de que vienen viajando sin pasaportes, porque en su país se han convertido en un lujo que ella y su familia no pudieron darse.
El premio de llegar a Arica ha hecho olvidar todos los sacrificios. Sus cerros de arenas aburridas se animan al contacto con el profundo azul del océano. La vida camina por las calles aseadas y se asoma alegre en los edificios que han crecido a la velocidad de un país ordenado y pujante, donde algunos migrantes venezolanos consiguen emplearse para su sobrevivencia y la de los viejos que han dejado sin niños en su país de origen.
A los días, dos muchachas de Maracaibo están al frente de la pizzería en la calle Diego Portales, con sus caras redondas de tez blanca, sus cuerpos fornidos, sus manos diestras y sus mentes centradas: los afectos están en pausa, las nostalgias van en silencio. Las pizzas ordenadas son hechas con oficio, en horno a la leña. A eso vinieron de tan lejos esas muchachas, a dar lo mejor de sí en su trabajo. Deben ser ingenieras o licenciadas, pudieran ser suizas o alemanas; pero no, son venezolanas, con el alma callada y la paciencia en alerta; con el sufrimiento oculto y la esperanza despierta; con un país en su sonrisa y el corazón en Venezuela.
En las primeras de cambio, la ilusión vence el cansancio, la necesidad se convierte en dignidad, la fuerza de un pueblo alegre se impone al dolor de estar tan lejos.
Carlos J. Suárez Isea