En junio se cumplen cinco años desde que Venezuela adoptó el controvertido esquema 7+7 para hacer frente a la pandemia de COVID-19. Fue un 1 de junio de 2020 cuando esta medida, impulsada por la administración de Nicolás Maduro, comenzó a dictar la vida de los venezolanos, alternando siete días de estricta cuarentena radical con siete días de una anhelada, aunque limitada, flexibilización.
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La premisa era simple: controlar la propagación del virus sin asfixiar por completo la maltrecha economía. Sin embargo, la teoría distó mucho de la práctica, y la aplicación del 7+7 fue un vaivén constante, ajustándose (y a veces radicalizándose) según la curva epidemiológica en cada región del país.
En Lara, la cotidianidad se encogió a unas pocas horas. Entre las 7:00 a.m. y la 1:00 p.m., las calles cobraban un fugaz pulso de vida, permitiendo la circulación peatonal y vehicular, así como la apertura de algunos comercios. Las estaciones de servicio extendían su jornada hasta las 3:00 p.m., un pequeño respiro en medio de la asfixia.
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El costo de un modelo intermitente
Pero lo que para el gobierno de Maduro era una medida sanitaria, para el sector productivo se convirtió en una pesadilla. El 7×7 se reveló como un proceso “traumático” para las empresas y la ya maltrecha economía venezolana. En aquel entonces, Adán Celis, presidente de Conindustria, no dudaba en lanzar una alarmante proyección: entre el 40 y 50 por ciento de las industrias del país podrían bajar sus santamarías para finales de ese año.
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Celis, con la voz de la experiencia industrial, explicaba la inviabilidad de un modelo tan fragmentado.
«Cada sector tiene su realidad. En el caso de las industrias, son procesos continuos. Tienes maquinarias que son muy grandes, hechas para trabajar todo el año sin parar. Cuando hablas del 7×7, es muy traumático para una empresa cerrar y volver a abrir. No puedes ver la economía como sectorcitos. Es un ser vivo, que está compuesto por muchos eslabones, como la cadena de una bicicleta y todos deben estar para que pueda andar. El 7×7 no es factible porque los procesos de producción son, en muchos casos, continuos».
Sus palabras resonaban con la angustia de miles de empresarios que veían cómo sus maquinarias, diseñadas para un ritmo ininterrumpido, eran forzadas a paradas y arranques antinaturales.
Cicatrices en la psiquis venezolana
El 7+7 sembró una semilla de incertidumbre y desorden en la mente colectiva. Ya en aquel entonces, psicólogos larenses levantaron la voz de alarma, advirtiendo sobre las «distorsiones cognitivas» que este vaivén generaría.
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Juan José Mendoza, psicólogo clínico, fue uno de ellos. En conversación con el equipo periodístico de El Impulso, Mendoza pronosticó un «efecto rebote«: la gente, en su afán por salir de la situación, crearía una ilusión de normalidad, una «idea errónea de que las cosas iban a cambiar«. La cruda realidad de las calles, sin embargo, golpearía de frente, desatando «miedo, rabia, frustración y depresión«.
Su colega, Anderson Jiménez, reforzó la preocupación, y señaló la posibilidad de que la medida generaría paranoia. Indicó que la constante sensación de distanciamiento, aunada a las precauciones extremas como el uso de guantes, tapabocas y gel antibacterial, forjaría «creencias irracionales de la irrealidad».
La alternancia, la incertidumbre y la constante amenaza de un virus invisible dejaron una profunda huella, reconfigurando la forma en que los venezolanos perciben su entorno y a sí mismos. El 7+7, más allá de una estrategia sanitaria, se convirtió en un experimento social que puso a prueba la resiliencia mental de todos los venezolanos.