En los pliegues de la vida, Héctor Alvarado, orfebre de su andar, encajado como ciclista ayer, maestro hoy de generaciones futuras, ha sido inflexible y perfeccionista en la persecución del éxito y la educación integral, humanística, del hombre.
Sus dotes atléticas lo pasearon con notable figuración en citas internacionales, y luego, calcinadas las mismas por el inevitable paso del tiempo, otras dotes, las de guía y formador de las nacientes generaciones en el mundo del pedal y las bielas que lo llevaron a levantar en su Barquisimeto querido, del alma, la Escuela Central de Ciclismo a la que ha dedicado sus últimos 40 años en inquebrantable lucha, amén de los cuidados brindados a diario a la instalación de sus amores, el velódromo del cual es su epónimo desde el 28 de mayo de 1971.
El tiempo, avasallador en sus formas y maneras, tiene ajadas las estructuras de la Escuela con amenaza de cierre, primero porque el Maestro se ha desgastado, denuncia pública reciente hecha por el profesor Omar Arráiz, con el consiguiente encendido de alarmas, y segundo porque ese tiempo, taladrador de virtudes y condiciones no puede desdibujar la arquitectura de casi medio siglo de enseñanza perenne sin que las autoridades de la región puedan hacer sus aportes como servidores públicos que son.
Tan cierta es la menguada condición física del Maestro Alvarado que la mañana del pasado martes, él, siempre infaltable a la citas ciclistas –rueda de prensa en esta ocasión- no asistió, al igual que su esposa e inseparable compañera, doña Olga, caraqueña de nacimiento pero enraizada en la tierra guara como el mejor semeruco.
La notoria ausencia del Maestro en el reducto donde guarda sus aperos hundió al periodista en la encrucijada de los recuerdos. Sobre aquella costa azul de los años tan propia de los velódromos, prohibida para muchos, don Héctor Alvarado ha podido hacer malabares para llevar en tándem perfecto su doble camino: el de ciclista y filántropo, labor reconocida por toda la sociedad larense.
El interlocutor perfecto de la situación, Arráiz, tocaba el presente de Héctor Alvarado y la evocación nos trasladaba al pasado, a sus once años de edad cuando el nacido en ese trocito de geografía barquisimetana conocido como Paya, casi borrado años después por las extensiones de la Avenida Vargas, en busca de mejores derroteros se fue hasta Caracas donde, al desempeñarse como repartidor de víveres y medicinas acopió la fuerza y el dominio necesario para intentar, como en efecto lo hizo, bajo la idolatría a Teodoro Capriles, incursionar en una carrera de ciclismo con una bicicleta semiprofesional que él mismo se había costeado por cuotas.
Desde ese momento el ciclismo resultó como una droga, adicción sostenible con una fe inquebrantable en el tiempo y su cuerpo, aderezada además con una extraordinaria capacidad de trabajo y frutos, porque los hay, Ángel Pulgar, atleta de talla mundial y olímpica, para solo citar uno.
En ese vaivén de recuerdos, de nuevo al pasado, porque los actuales triunfos de sus alumnos, él también los disfrutó a plenitud desde 1938 hasta 1951 cuando, ralentizada su marcha, optó por retirarse de la actividad pistera, la cual selló con ribetes de grandeza al ser “Campeón de las Antillas” en dos oportunidades y mejor “Ciclista del Año” en Venezuela (1946-1948), todas como miembro casi perenne de la selección nacional y en rivalidad permanente con Vicente “Paticas” Fernández como él, con justeza lo reconoció.
Carrera por etapas
El ciclismo venezolano de antaño, el que vivió y disfrutó el Maestro Alvarado no conocía las pruebas por etapas. El Tour de Francia, El Giro de Italia y la Ronda Española eran referencia, pero en el país imperaban las jornadas de un día: Caracas-Valencia, por ejemplo, las que acometían casi en condición de forjadores de caminos y carreteras de tierra que torturaban el cuerpo, el alma y la bicicleta con aros de madera propios de la época, esa que exhibe con mucho orgullo don Héctor en su “reducto de recuerdos” a un costado del óvalo larense.
Sin embargo, en condición de técnico nacional ayudó con los trazos iniciales de las dos principales pruebas por etapas del país, la Vuelta a Venezuela (1963) y Táchira (1966) cuando sobre su Harley Davidson, otro de sus amores, arañaba impetuoso valles y montañas.
Después de esa trayectoria, el oriundo de Paya en Barquisimeto dibuja su proyecto de vida para los años siguientes en lo que pudiera interpretarse como su segunda etapa, cumplida la atlética.
Bullían en su cabeza muchas ideas hasta que con mucho tino, acierto, inició actividades un 25 de julio de 1976 la Escuela Central de Ciclismo, esa que se encarga de formar integralmente al ciclista guaro, con tareas asignadas entre lunes y jueves porque los viernes corresponden al incansable programa de los “Viernes Ciclísticos” donde los pequeños pueden referenciar su potencial.
Vuelve el periodista a introducirse en el pasado en tarea casi inevitable mientras Arráiz, PowerPoint en escena seguía con las semblanzas de la vida del Maestro.
Los ojos periodísticos, en elíptica distinta al momento daban lectura a la indumentaria de aquellos tiempos, trofeos de sus logros, zapatillas, etc, esos que con mucho ímpetu y gallardía lució frente en alto el hidalgo ciclista larense.
Hoy, de nuevo en el presente, después de haber trasegado largos e intensos kilómetros de lucha, el Maestro, con rostro adusto, áspero por la brisa del tiempo y ornado por una cabellera lisa de blanco puro, esencia de los años, visión aminorada por la edad, lento, cansino en su andar por dolencias en una de sus piernas, lucha por la eternidad, no la suya, sino la de su Escuela Central que por sus logros nunca debe tener marcada como meta la desaparición.
Escuderos y gregarios
En las pruebas por etapas, a excepción de los esfuerzos individuales generalmente contra el cronómetro, es indispensable la lucha colectiva. El Maestro Héctor Alvarado en su segunda faceta no ha estado solo, en términos estrictamente ciclísticos –no peyorativos- ha contado con sus escuderos, gregarios, peones de brega: Mario Figueroa, Daniel Linares, Dani Yépez y Franklin Díaz, quienes incansable y gallardamente asumen funciones de entrenadores y mecánicos.
Por encima de todos, su compañera fiel, doña Olga Purroy, quien en tarea incansable, en estricto “surplace” ha sabido interpretar la vena ciclista de don Héctor hasta, sin reprimendas, convertirse en su principal cómplice, gran aliada y esposa eterna.
Epílogo
Al Maestro Héctor Alvarado, el peralte de la vida dedicada al ciclismo, ahora con mayor inclinación por su longevidad, tal vez lo haya hecho trastabillar hasta casi soltar el manillar, pero su reciedumbre, voluntad, ganas y deseos de hacer perdurable su obra lo mantienen en pie, como lo pregonara hace muchos años con una frase muy diciente: “Yo sigo en el ciclismo hasta el último aliento”.