#Opinión: Una clase magistral Por: Julio Portillo

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Morris West en su memorable libro Las sandalias del pescador inició su novela diciendo “Roma es una ciudad más antigua que la Iglesia católica. Todo lo que puede suceder ha sucedido allí, y, sin duda, sucederá otra vez”.

En efecto, de Roma nos ha venido una lección universal ofrecida por el papa Benedicto XVI con su dimisión al llamado trono de San Pedro.

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Fue Fray Luis de Granada quien recordó una vez que “todo el poder de los hombres, de Dios se deriva”. Y por Santo Tomás de Aquino aprendimos en Ciencia Política al denunciar el llamado derecho divino de los reyes, que es Dios quien ilumina al pueblo y el pueblo escoge al rey. De manera que los hombres que no se apropian del poder, que son capaces de renunciar a su poderío, son poseedores de una naturaleza singular que sobrepasa toda ambición, porque han venido a servir y no a ser servidos.

El teólogo Joseph Ratzinger nos ha ofrecido una clase magistral. Con la superioridad que le da la edad y su formación, le ha redescubierto al mundo el valor de la humildad, del desprendimiento. El saber que todo hombre que detente el poder de un Estado, puede encontrarse ante limitaciones de salud, de presiones de los asuntos de su cargo y entonces debe dejar paso a quienes con más fogosidad, entusiasmo y brío lo puedan hacer mejor, sin que su decisión signifique empobrecer su legado y sin pretender imponer un sucesor. Qué lección para algunos gobernantes de hoy que buscan cambiar las Constituciones para reelegirse indefinidamente, olvidando aquello de que “el cementerio está lleno de gente que creía que el mundo no podía marchar sin ellos”.

Hace falta mucho espíritu para tomar una decisión como la de Benedicto XVI. Con razón apuntaba Laclos que “la persona equilibrada desdeña todo lo que constituye el séquito del esplendor” ante circunstancias ajenas a su voluntad. No podemos ceder ante las insidias, ante los rumores maliciosos, que pretendan encontrar otras razones de esta renuncia del Papa. Aunque consejeros o expertos del Vaticano le hayan dado su opinión, lo importante es que este hombre de alma fuerte, en su sano juicio, ha terminado su pontificado de un modo heroico. Metternich hubiera dicho de él, que es “un hombre en cuya cabeza residía el valor que suele tener su asiento en el corazón”.

Una de las instituciones más antiguas del mundo, la Iglesia católica, sigue su curso. Continúa su misión de ser el formidable vehículo para comunicar a los hombres con Dios. Elegirá un nuevo Jefe de la Iglesia católica y a la vez un nuevo Jefe del Estado Vaticano. La renuncia de un Papa, no coloca ninguno de los dos títulos del Sumo Pontífice en crisis, porque como una vez dijera el Libertador Simón Bolívar: “Si un hombre fuese necesario para sostener un Estado, ese Estado no debería existir y al fin no existiría”.

El Papado o la Santa Sede tiene categoría de persona internacional. Ha venido cumpliendo a lo largo del tiempo un papel importante como árbitro o mediador en diferendos y litigios entre los Estados de la comunidad internacional. El poder moral del Papa y los millones de fieles en todo el mundo que profesan la religión católica, dotan a este actor del sistema internacional de una fuerza que no necesita de bayonetas para influir. Se trata entonces de una potencia espiritual y un Estado temporal.

Benedicto XVI tiene todo el derecho al sosiego, a ocuparse más detenidamente de los asuntos de su alma y como diría el mismo Morris West, “a mirar los lirios del campo, a aspirar el perfume de las flores y a dormitar al mediodía bajo los naranjos”.

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